Un puñetazo en la mesa
La realidad local nos lleva a estar un poco ajenos a las grandes cosas. Por ejemplo, del debate crucial que se desarrolló en la COP 27, que finalizó el sábado pasado en Egipto. Allí se dio vuelta la taba, colocando a la agricultura en el lugar que corresponde. Puede ser parte de la solución, y no el problema. De villano a héroe.
Muchas veces no se encuentra la solución a un problema, porque se niega el problema. Peor aún, se pierden oportunidades. El mundo comprendió que hay una amenaza ambiental, el cambio climático, y que más allá del debate acerca de su origen antropogénico (del que no tengo dudas), lo que importa es que hay formas de enfrentarlo. Los mayores esfuerzos apuntan a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en todos los segmentos de la actividad humana y en todas las latitudes. El transporte y la generación eléctrica están en el centro del tablero desde hace años. Pero también a todas las actividades industriales (entre ellas, la agricultura), donde la medición de la huella de carbono se ha convertido en un mandato de la era.
La agricultura estuvo durante años del lado malo. Nació con el arado, en la viejísima Europa. Fue un gran salto de la humanidad, que dejó de ser trashumante y se asentó en ciudades y lugares. Rómulo fundó Roma 753 años Antes de Cristo, y la circundó trazando un surco con un arado de mancera, para que nadie entrase con sus ovejas a la ciudad. Remo, su hermano de leche, lo desafió y así le fue. Rómulo era agricultor. Roma es un símbolo de la cultura. Agro=Cultura, como se llamaba el programa de radio que hicimos hace unos años en Radio Cultura con Ana Fernández Mouján.
Pero como todo proceso, tuvo sus externalidades negativas. Durante siglos, el laboreo continuo de los suelos fue oxidando la materia orgánica acumulada desde el Origen. Así como desde el descubrimiento del carbón, el petróleo y el gas, fuimos enviando a la atmósfera lo que estaba en la corteza terrestre. No fue ni magia ni fue gratis. Por eso la agricultura, en la visión del “Primer Mundo”, es parte del problema. Acaba de desarrollarse la EIMA de Bologna, una gran feria de maquinaria agrícola en la ciudad que ostenta con orgullo haber sido la sede de la primera universidad del mundo, en 1088. En la exposición, dos tercios de la superficie estuvo ocupada por toda la parafernalia de implementos de laboreo, verdaderas máquinas de torturas de suelos.
La buena noticia es que la agricultura puede revertir ese proceso. La sustitución de fuentes fósiles ya está en marcha y es inexorable. La agricultura está contribuyendo, con los biocombustibles. El mundo avanza con el biodiesel, el etanol y el biogás. Acá estornudamos unas cuantas veces, pero más allá de nuestras tribulaciones y los intereses que se cruzan, la nave va. Así y todo, la bioenergía es apenas la punta del iceberg. Por debajo, está la oportunidad del secuestro de carbono. Un gigante sumergido que estremece, diría Zitarrosa.
Esto estuvo en la COP 27. Quien dio un puñetazo en la mesa fue el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), hoy bajo el mando de Manuel Otero, un médico veterinario argentino que –lo recuerdo con orgullo—pasó varios años de su juventud en la Redacción de Clarín Rural. El IICA llevó la voz cantante de la nueva agricultura, la de la siembra directa y las buenas prácticas agrícolas, que se abre paso en las Américas desde hace varias décadas. Llevó una posición consensuada con todos los ministros de Agricultura del continente. Es posible producir alimentos, fibras, bioenergía y biomateriales con menor huella de carbono, y hasta con un balance positivo. En estas páginas lo venimos mostrando, con casos paradigmáticos de economía circular y tendencia al carbono neutro. (CLARÍN, RURAL)